– » Ya basta de música extranjerizante, o de música que no nos ayuda a vivir, que no nos dice nada, que nos entretiene un momento y nos deja tan huecos como siempre». – Victor Jara
Por Felipe Aranda Brown*
A partir de las manifestaciones que hemos vivido los chilenos durante este año 2019, particularmente desde el 18 de octubre, nace una reflexión en torno al rol que cumple, y como nos acompaña la música por estos días. Las siguientes ideas nacen desde una perspectiva musical arraigada en anteriores cultores de las artes, y de cómo esas ideas olvidadas retoman fuerza aportando y construyendo incluso hasta nuestros días.
Bien hemos observado (y escuchado), cómo la música es el componente indivisible en las manifestaciones y demandas, inmersos en la necesidad vital de una sociedad por ser escuchada. Es así como la espontánea instrumentación de este concierto a cielo abierto han sido las ollas, percusiones, vuvuzelas, bocinas de automóviles entre otros miles. Además de los gritos unidos a la palabra que articulan el discurso lirico en voces y manos rabiosas de los intérpretes de esta orquesta infinita que es el pueblo. Un sinfín de elementos que llaman la atención, golpean el oído y obligan a escuchar estemos donde estemos. La orquesta sin director busca que su música (y demanda) espontánea y visceral sea escuchada en cualquier escenario, y como si fuera poco, invita a ser parte de ella.
El ostinato rítmico brutal e incesante de negra, negra, doble corchea y negra, es tan sencillo como calador en el espíritu. Aquel que lleva semanas enredándose en sí mismo, entre cánones, repeticiones, adiciones y sustracciones de instrumentos y que a veces pende frágilmente a lo lejos en una olla desde el balcón de un departamento durante la noche. No es más que el responsable de generar el trance psíquico dentro de la obra. Te predispone, te abraza, te protege, te hace fuerte. Y genera el quiebre en el estado mental del auditor, y te recuerda que aquí nada aún ha cambiado.
Los colores, o instrumentos, utilizados dentro de esta magna música improvisada varían, según la ubicación geográfica dentro de este gran órgano musical. Por ejemplo, hacia el sector oriente se perciben los sonidos y los instrumentos vinculados a la electrónica, algo vinculado con las posibilidades de acceso a mayores bienes. Y, por otro lado, hacia el sector sur, el ruido ensordecedor de la olla, el caceroleo y las bocinas de automóvil es incesante e igualmente efectivo. Así nuestros oídos atienden al cromatismo infinito de sonidos que bañan la geografía santiaguina, y los colores son, y se reconocen, como hermanos y cercanos que trazan en la misma tela una misma canción.
En las paredes, las calles y los cuerpos resuenan los ritmos, corren libres y amplificadas las voces de Víctor Jara, Jorge González o Violeta Parra. Ellos construyen desde la dimensión de la memoria y sustentan el presente. Un coro invocado por la gente, que transporta melodías, nuestras melodías, que se entienden y moldean como una gota de agua revitalizadora que parte en la cordillera y se va haciendo río hasta desembocar a un mar invisible de voces. Un canto mántrico de viejas músicas hechas por los nuestros.
De esta forma esta sociedad que siempre se le mencionó como dormida, invadió los espacios. Como una pintura en el lienzo invisible de la materia confeccionado por la brigada Ramona Parra. Hemos invocado desde nuestra memoria elementos para justificarnos, revitalizarnos y para darnos cuenta de que los dolores de nuestros antiguos siguen siendo los nuestros, que su canto no fueron palabras que se diluyeron en el tiempo. Esto es una unificación de la memoria producto de darnos cuenta de que la razón de tu espanto siempre fue la misma que la mía.
Imagen Propia. Manifestante en Plaza de Ñuñoa
Dentro de estas semanas de manifestaciones la música cambió su significado dentro de la sociedad, desde un mero objeto de consumo ahora se nos ofrece como una mano amiga que cobija, acompaña y empodera. Es decir, vuelve a ser un arte en una escala más humana. Corresponde preguntarse entonces dos cosas. ¿debemos potenciar este camino hacia un paradigma musical acorde a las necesidades de una sociedad que está tratando de plantarse seriamente en siglo XXI?, y si ¿urge o no música que nos ayude a vivir, con un mensaje que vaya más allá de la euforia del momento, música que nos dé la mayor posibilidad de expresión y libertad?
La tarea es titánica, porque demanda un ejercicio de imaginación colectiva gigante, que apunte hacia el mundo que deseamos habitar en el futuro, que, por desconfianza e inoperancia, ya no se puede dejar en manos de una acabada clase política, o de la industria musical. Para producir la sinergia necesaria, se requiere a músicos y artistas que se sientan parte de, y que además escuchen y entiendan que es lo que se está apuntando dentro de esta crisis, como el nefasto resultado del sistema actual, pero no desde la imposición de la oferta y la demanda de una industria. El contrato social generado con pueblo debe ayudarle a vivir, mantener su conciencia viva y educar. De esta forma, la música aporta y se hace cargo de una sociedad y construye hacia el futuro.
Debemos escuchar(nos) para tomar conciencia de los estímulos que hay. Avancemos desde la arraigada tradición armónica, estética, estilística y lírica actual, hacia una interpretación más sincera y humana de las necesidades de la nuestra gente y sociedad, lo cual, desde la perspectiva musical, inevitablemente nos enfrenta también a la crisis interna que debemos resolver sobre de lo que hemos hecho y cómo podemos participar de un cambio, o como hemos contribuido a este colapso.
Una serie de desafíos se abren en muchos aspectos para quien desee transitar por el pantanoso y oscuro momento de crisis hacia el resultado incierto de la imaginación colectiva, pese a todo hay una certeza. La música y el arte que hoy extiende la mano, de alguna manera u otra estará presente en el futuro, invitándonos a gritar y a empoderarnos de nuestro momento para ser libres.
*Felipe Aranda Brown, Músico y profesor de música.