Nosotros estamos convencidos de que no es casualidad que, una a una, las estatuas de las plazas de armas de diferentes ciudades hayan sido destruidas: General Baquedano en Plaza Italia, Pedro de Valdivia en Temuco y Valdivia, Menéndez y Braun en Punta Arenas. Aparte de lo simbólico de cada manifestación, es la construcción de una nueva historia que escapa del paradigma hegemónico, una historia desde «abajo».
Por Natalia Vernal Hurtado*
El día 7 de noviembre, en la multitudinaria marcha convocada en el centro de Santiago a raíz de la crisis social que se ha vivido en las últimas semanas, vimos, como se quemaba el segundo piso de un “conocido” monumento histórico denominado Casa Schneider Hernández, construida el año 1915, perteneciente hoy en día a la Universidad Pedro de Valdivia. Rápidamente diferentes personajes públicos (académicos, investigadores, políticos, ciudadanos, etc.), y la prensa televisiva condenaron este incidente por la pérdida de su valor patrimonial arquitectónico. Toda esta situación nos hace plantearnos una serie de interrogantes en torno al patrimonio:
¿Por qué hay una condena social a la pérdida de este tipo de patrimonio? Hoy, nuestra empatía hacia esta antigua casona nace desde lo más profundo de nuestra institucionalidad, este monumento histórico es parte de la Ruta de los Palacios, documento creado por el Ministerio de las Culturas, las artes y el patrimonio. La casona es el recuerdo de la gran bonanza de cierto sector de nuestra población (elite represiva y violenta) a principios del siglo XX debido al auge del salitre, ¿Tiene sentido, entonces, para la ciudadanía la conservación y valoración de este tipo de inmuebles? Para algunos ciudadanos claramente sí, su bienaventurada estética, el ego simbólico respecto a ser representando como una pieza de arte, sus columnas, su torre en forma de aguja son aspectos que quedarán para su valoración arquitectónica, pero para aquellos ciudadanos periféricos y subalternos, quienes son, finalmente el último depositario de la legitimidad de los procesos de patrimonialización, no tiene sentido.
Por otra parte, en relación a institucionalidad que hoy en día está siendo profundamente cuestionada, aparece esta segunda interrogante: ¿se hace cargo la institución de que este patrimonio sea de libre conocimiento de los ciudadanos y ciudadanas? ¿Cuántos de los estudiantes de esa facultad o vecinos del barrio habrán conocido el rol de esta casona en historia de nuestro país? Sería mal agradecido no dar cuenta de ciertos avances en cuanto a la apertura de patrimonio en ciertas instancias, como por ejemplo el día del patrimonio, celebrado en el mes de mayo, donde muchos edificios abren sus puertas al público. Sin embargo, hoy se está demandando mucho más, se exige un patrimonio vivo, que debe estar en lo más interiorizado de la vida cotidiana, ser de conocimiento y libre acceso de quienes habitan los territorios y los cuales el patrimonio finalmente pertenece. ¿Sí el patrimonio está en manos privadas, no debería garantizarse su libre acceso y metodologías de educación acerca de su contexto histórico y social?
Otra de las observaciones recurrentes durante este hecho ha sido la patente desigualdad espacial que existe en torno al patrimonio y el arte en las ciudades. El patrimonio institucional se concentra geográficamente en los centros históricos y los centros económicos, ocultando a su vez los patrimonios que existen dentro de las periferias, justamente porque es un patrimonio conservador, que lleva en sí el discurso de la elite y de sus valoraciones, como si el resto del país fuera un mero accesorio sin historia, sin cultura y sin patrimonio, inclusive es interesante escuchar a los burócratas y tecnócratas comentar a viva voz, que en las poblaciones no hay historia, y por ende, un símil capaz de ser ensalzado.
Pareciera, que, desde la visión institucional, la periferia es un territorio deshumanizado, desculturalizado, deshistorizado, donde no hubiese nada que compartir, “donde aloja la barbarie”. Hoy vemos que la periferia se trasladó al centro, poniendo voz, discurso, historia y cultura al centro, se llena de murales, grafitis, hiphop, batucadas, pasacalles, buscando ser escuchados por aquella clase política económica y social chilena que la ha dominado por más de 40 años y que estampó en símbolos (nombres de calles, estatuas, monumentos, etc.) su paso por las ciudades.
Dentro de esta misma perspectiva, durante estas semanas nos hemos hecho la pregunta más importante ¿cuál es el patrimonio que queremos construir y conservar? La ciudadanía, desde un proceso de profundo hastío frente a los abusos y desigualdad, de diversas formas nos llama a construir un nuevo patrimonio. Los sectores más conservadores acusarán de que es por la ignorancia de un pueblo que no sabe valorar lo suyo, un pueblo de identidad indefinida, un estallido de rabia generacional, una masa difusa que no comprende la historia.
Nosotros estamos convencidos de que no es casualidad que, una a una, las estatuas de las plazas de armas de diferentes ciudades hayan sido destruidas: General Baquedano en Plaza Italia, Pedro de Valdivia en Temuco y Valdivia, Menéndez y Braun en Punta Arenas. Aparte de lo simbólico de cada manifestación, es la construcción de una nueva historia que escapa del paradigma hegemónico, una historia desde «abajo»: durante estos días, han triunfado en nuestros imaginarios los Mapuches, los Selknam, los obreros, la chimba, la ciudad bárbara que Benjamín Vicuña Mackenna tanto quiso ocultar y que más de 100 años después sigue aquí, diciendo presente.
Es la expresión de un conocimiento popular que tiene como objetivo deconstruir el modelo histórico-cultural que ha predominado desde que nos constituimos como un Estado Nación hace más de 200 años. Este impactante proceso, nos muestra un camino: tenemos que evitar que el patrimonio se reduzca a quedarse en museos o casas patrimoniales. Tenemos un llamado a construir un nuevo patrimonio, desde la profundidad de nuestras diversas identidades y culturas, un patrimonio que esté al servicio de la ciudadanía, decidido y construido por ella, coherente con sus discursos, un patrimonio vivo por y para los territorios.
*Natalia Vernal Hurtado, Licenciada Antropología Social Universidad de Chile.