La creciente complejidad de los espacios urbanos ha puesto en evidencia la necesidad de replantearnos los procesos a través de los cuales estas áreas se constituyen. Podría parecer, a simple vista, que aquellas primeras ciudades industriales –como la británica Manchester descripta y criticada por Engels allá por 1845- han quedado muy lejos, en el amanecer de las ciudades “modernas”, aunque al momento de desmenuzar los procesos que la atravesaban las distancias no solo parecen reducirse, sino volverse inexistentes al pensarlo desde las dinámicas urbanas actuales.
Contaminación, segregación, marginalidad, polarización, ghettificación y elitización son algunos de los conceptos que abundan en los estudios contemporáneos sobre los espacios urbanos que marcan tendencia respecto a cuáles son los problemas que, firmes, subsisten en su entramado, y nos hacen pensar ya no en una acuciante e irresuelta cuestión social, sino en una más urgente y profunda cuestión socioespacial preminentemente urbana que es necesario caracterizar, delimitar y atender.
Por ello, el objetivo principal de este breve ensayo es trasladar el campo de análisis de lo urbano desde la teoría geográfica hacia el plano filosófico, poniendo en discusión una serie de conceptos que servirán no sólo como andamiaje del texto, sino además para promover un abordaje alternativo sobre los procesos intrínsecos de estos espacios urbanos que puedan dotarlos de nuevos significados.
¿Por qué pensar en una cuestión urbana? ¿qué nos lleva a entender los disímiles procesos que dentro de una ciudad se desarrollan? ¿por qué toda ciudad tiene como primer objetivo crecer y como segundo jerarquizarse? Más allá de variables económicas, políticas o socioculturales, existe algo que funciona como el organizador de todas estas cuestiones, aunque difícilmente podamos observarlo, ya que está en todos lados pero en ninguno al mismo tiempo. Esa esencia invisible que ordena es ni más ni menos que el poder. Michel Foucault ha explorado de todas las maneras posibles la forma en que el poder se presenta, se desplaza, se asienta y se legitima.
Por ello es imposible pensar en un análisis de los espacios urbanos sin traer a discusión la idea de poder. Una ciudad sin relaciones de poder sería una ciudad desnuda. O quizás no sería, directamente. Toda ciudad es asiento y parte constituyente de unas relaciones de poder que trascienden su propio espacio geográfico. El poder se hace presente tanto en las regulaciones que determinan la circulación de automóviles y peatones, como en las políticas orientadas a la planificación y el desarrollo territorial. Cada una de las acciones cotidianas de todos los que componemos a la ciudad está predeterminada por el poder que nos atraviesa y el poder que, brevemente, podemos ostentar al –por ejemplo- frenar nuestro vehículo para dejar pasar a un peatón que espera en una esquina sin señalizar.
De allí hacia adelante, el poder lo es todo. Sería más ingenuo que utópico pensar en la inexistencia del poder en el devenir de las ciudades. Y en Latinoamérica, insertos en una cuestión urbana compleja, en crisis continua, esta “cuestión” solo puede ser discutida pensando en cómo este poder se configura y transita a través de los distintos actores sociales; cómo a su vez estos actores dan forma a la identidad de las ciudades, y finalmente pensar cómo las ciudades, con sus semejanzas y diferencias, se organizan en torno al poder para conformar el entramado urbano global. Quizás la primera reflexión necesaria para comenzar un análisis sobre la cuestión urbana resida en entender las particularidades de su jerarquización, interacción y funcionalidad a lo largo y ancho del mundo.
A partir del último tercio del siglo XX y con mayor énfasis en las pocas décadas transcurridas del siglo XXI, los espacios urbanos latinoamericanos han sufrido una nueva transformación en su esencia. La expansión neoliberal y el fin de la bipolaridad ideológica trajeron consigo el inevitable triunfo de un modelo que rápidamente dejó de limitarse a lo económico para ocuparse de todo ámbito, desde los procesos macro hasta los espacios más íntimos del devenir de las sociedades.
Y en esta expansión, las ciudades no fueron la excepción a la regla sino uno de sus principales bastiones. Comandando esa carrera desenfrenada por la obtención de ganancias, el denominado extractivismo urbano se convirtió en uno de los mecanismos más viables para este proceso. Como si se tratara de un “copiar y pegar” de cualquier procesador de texto, la homogeneización de los perfiles urbanos fue extendiéndose por las grandes ciudades del mundo bajo la misma dinámica: aparición de shoppings, complejos de torres, franquicias de cadenas de comidas, bebidas y cafés, peatonalización de sectores específicos y centros comerciales a cielo abierto, por poner algunos ejemplos.
Hoy por hoy es éste y no otro el perfil que nos suele “agradar”, o al menos eso parece. Por eso, existen grandes porciones de la ciudad que se tornan invisibles a plena luz. Byung Chul Han analizaba en su obra “La expulsión de lo distinto” precisamente como el neoliberalismo globalizado ha convertido a la homogeneización de todo ámbito en una regla de aplicación estricta. En este sentido, visitar el microcentro de Madrid, de Londres o de Buenos Aires nos presenta diferencias, obvias en lo que refiere a lo geográfico y lo lingüístico, pero ínfimas en lo que respecta a las dinámicas del consumo y lo habitacional.
Esta homogeneización tiene una parte complementaria, indivisible, que implica barrer con todo aquello que no cumple con aquellos estándares. Sumerjámonos en un fugaz recorrido imaginario por las ciudades. Nuestra mente destaca algunos aspectos, comunes entre sí, a la vez que apenas rescata el mucho más profundo y denso tejido urbano que nos es violentamente escondido: esa selectividad es apenas una prueba de como las ciudades producen y reproducen esa expulsión de lo distinto a la vez que se constituyen como iguales. Segregan y fragmentan aquello “no deseado”, lo estigmatizan, lo convierten en receptor de imaginarios tendientes a olvidarlo, en perjuicio de quienes allí habitan. ad a lo largo y ancho del mundo.
Las estrategias contemporáneas de reposicionamiento y promoción han hecho de las ciudades un catálogo de productos sobre los cuales se rankean, se eligen y se valorizan espacios en función de las presuntas utilidades y funcionalidades que estas presentan. Desde lo meramente publicitario hasta la interminable competencia turística por atraer cuerpos e ingresos, las ciudades han entrado en una carrera por buscar –y rebuscar- fragmentos de su espacio que puedan promoverse como atractivo a ojos de un mercado que de por sí, se encuentra saturado y homogeneizado. Uno puede navegar desde cualquier portal y ver como cada uno de estos espacios se presentan como algo que es a la vez símbolo de identidad y de lo “socialmente aceptado”.
El branding, el maquillaje urbano y el geomarketing son el motor que vehiculiza a gran parte de los procesos que atraviesan actualmente a la ciudad. Pero no a su totalidad, como vimos anteriormente. Se promociona una esquina, un parque, un monumento, una avenida con floridos árboles que la acompañan o un mural. Se busca embellecer la ciudad, seleccionando a priori cuáles son los espacios que uno debería ver, y el resultado es, de por sí, satisfactorio: la primera impresión nos refleja algo que –efectivamente- deseamos ver, recorrer y experimentar. La ciudad neoliberal globalizada es, bajo estas lógicas contemporáneas, la encarnación de lo bello en el sentido en que Immanuel Kant lo planteaba allá por 1764: algo que en sí no nos evidencia ninguna propiedad del objeto, sino el disfrute de la mera contemplación que tenemos delante nuestro.
La ciudad no puede esconder la finitud de sus espacios de contemplación. Lo urbano nos muestra que a la par que se embellece, se fragmenta. Allí, puede entenderse que esta belleza es tan efímera como geográficamente delimitada. La transición del plano visual al experiencial nos lanza de lleno dentro de una ciudad que es mucho más que una imagen, aunque esa imagen perdure; y nos lleva a pensar en aquello que nos fue estratégicamente ocultado a la luz del día.
Sin embargo, el filósofo prusiano no se limitó a pensar en lo bello, sino que en su obra agregó una dimensión más: lo sublime. Kant entiende lo sublime como algo sencillo, sin tanto engalanamiento, aunque de una mayor extensión y mayor regocijo para aquel que lo contempla por lo armónico e inabarcable de lo que tiene ante sí.
Nosotros hemos creado un sinfín de fragmentos singulares de belleza, aunque no pudimos aún lograr convertir a la ciudad en algo sublime, porque la ciudad en su conjunto no trasciende al plano de la contemplación. No hay vastedad que provoque el éxtasis en el caminante que recorra la ciudad, sino todo lo contrario. Más allá de la belleza finita, en su plano ontológico y epistemológico lo urbano es exclusión, es marginación y segregación; es hastío y es violencia. No nos invita a todos, no cuenta a todos aunque, paradójicamente, si necesita de todos para su perpetuación. El sólo pensar en una urbe que se aproxime al ideal de lo sublime, sentirnos parte y fuerza de una ciudad que nos llegue por la razón antes que por los ojos es tarea compleja pero, claro está, es un desafío enorme que tenemos por delante.
Foucault, M. (2014). Las redes del poder. Prometeo: Buenos Aires, Argentina.
Foucault, M. (2012). El poder, una bestia magnífica. Siglo XXI: Buenos Aires, Argentina.
Han, B. (2017). La expulsión de lo distinto. Herder: Barcelona, España.
Han, B. (2016). Sobre el poder. Herder: Barcelona, España
Kant, I. (2004). Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime. Fondo de cultura económica: México. Obra original publicada en 1764.